
Hoy regresan muchos niños a las aulas, de manera presencial, pues inicia un nuevo ciclo escolar. Es incuestionable y hasta envidiable la ilusión con la que regresan y la alegría de reencontrarse con amigos y compañeros de pupitre.
Los últimos dos o tres ciclos escolares los niños han sufrido ajetreos debido a la interrupción abrupta de la enseñanza presencial debido a la pandemia del COVID. Pero más que tener que llevar clases en línea, que deberíamos normalizar desde educación básica a posgrados, el ajetreo o el atropello ha venido por los múltiples cambios que se implementaron respecto de los contenidos y los modos de evaluar. Tan es así que la SEP ya no acepta que los estudiantes reprueben y hay que pasarlos al grado siguiente a como dé lugar, o como sea; basta “correr el programa” para enfrentarnos a un grave desastre educativo.
Sin embargo, solemos culpar al deficiente y también muchas veces heroico (3 veces H) sistema educativo por las deficiencias y condiciones con las que cada alumno regresa a clases y su incapacidad por aprender o aprender deficientemente los contenidos que se enseñan en las escuelas. Y es que cada persona es un mundo, y cada niño, mucho más. Ser niño es encontrarse en una etapa de crecimiento y desarrollo en la que se aprende a distinguir entre la fantasía y la (dura y triste) realidad. Madurar, o la madurez, sería por tanto, tener perfectamente claro donde termina el mundo de la fantasía y dónde comienza la realidad.
Asistir a clases con esa nebulosa (no es culpa de ellos, simplemente todos hemos pasado por ahí) puede ser una gran ventaja pero al mismo tiempo un gran inconveniente: los maestros deben ‘despertar’ o ‘bajar de la nube’ cada mañana a sus alumnos para que aprendan geometría, la regla de 3, encuentren el objeto directo en una oración o se aprendan las partes de la flor, los ríos de nuestro estado o las capitales de cada país, etc.
Los niños, estudiantes, alumnos, viven esa continua oscilación y cada uno va ‘despertando’ según los ‘resortes’ que tenga para pasar de un mundo a otro. Esa capacidad no se enseña en la escuela, sino que nos viene dada, aparece en nuestro sistema operativo (o código genético) y se activa (o no) en casa.
Decía Leonardo Polo, que educar es “ayudar a crecer”. Esta definición me parece super poderosa, porque sitúa a cada uno, papás, directivos y profesores -y también al alumno- en su lugar. Se trata de ayudarles a que crezcan y en esta tarea sí cabemos todos. No es una tarea que le competa a la escuela, que en ese sentido tendría un papel más bien secundario, sino que sobretodo les compete a los papás, en papel protagónico y que se auxilian de profesores, directivos, entrenadores, psicólogos y terceros para ayudar a sus hijos a crecer.
Por tanto resultaría muy pobre pensar que las escuelas o la SEP deben encargarse de la educación de quienes hoy regresan a las aulas. Aún así, existe esa visión de la escuela como fábrica: producción en serie de “alumnos con conocimientos” y “cuasi guardería”. Mientras que los padres, se limitan a entregar a sus hijos por la mañana, y esperar 12 años después el “producto terminado” (no me refiero a la Universidad porque la mayoría de sus alumnos son mayores de edad y por tanto, teóricamente pueden hacerse cargo de su propia formación). A la escuela, como además le pagan por ello, no le queda de otra más que asumir esa responsabilidad a regañadientes porque sabe que en realidad no pueden hacerse cargo de todos los problemas personales que tenga uno de sus alumnos, no les corresponde ni tienen las herramientas adecuadas para ello. A veces, para paliar la situación se abren extensos departamentos de psicología o psicopedagogía en un intento de poder “ofrecer más” (de lo que les corresponde).
¿A qué voy con todo esto? Es fundamental que los padres de familia asuman su responsabilidad educativa, “ayudar a crecer”. Que no es solo llevar a los chicos a la escuela, sino que deben dedicar tiempo (no hay de otra) a ayudar a sus hijos a crecer.
Hoy en día vemos más alumnos con estrés, depresión y demás problemas nerviosos y esto es porque en gran medida no se les está ayudando a crecer: los niños hoy en día, suelen asistir -sin generalizar- en primera fila, al drama de los pleitos de sus padres. Es innegable que a todos a partir de la pandemia nos ha afectado de una o de otra manera el nivel de estrés provocado por el Covid y también por los problemas económicos y la incertidumbre, que hoy es más grande. La convivencia más estrecha y más larga entre los miembros de la familia no ha sido más que el caldo de cultivo para presenciar épicas batallas dentro del hogar. Hoy los niños tienen un escape, pasar unas horas en la escuela para regresar a casa y ver qué les espera.
No es de extrañar que hoy tengamos un alto número de conflictos familiares que se traducen en número en divorcios y separaciones y niños enfermos. ¿Qué estamos haciendo? ¿Hacia dónde vamos? La búsqueda de la paz y la felicidad se ha convertido en una tarea individual, no conjunta. ¿Podemos hacer las cosas distintas? Pienso que sí.
Después de nuestro paso por la escuela, solo recordamos algunas cosas de todo lo aprendido. Retazos de la memoria, pero sobretodo, aprendizajes relacionados con experiencias gratas y “momentos significativos” como nos recordaba la profesora Rita Pierson en su conocida Ted Talk, los niños no aprenden de personas que no les gustan, o dicho en positivo “Every kid needs a champion”.
Necesitamos más infancias felices. Les deseamos de corazón, un ¡Feliz regreso a clases!
Si estás pasando por un problema familiar complicado, piensas en el divorcio o una separación y requieres un norte para poner a tus hijos en primer lugar…
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Foto: SEP.
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